sábado, 7 de noviembre de 2009

“El que se humilla será enaltecido.” Lucas 18: 14.

No debería ser difícil que nos humilláramos pues, ¿qué tenemos de lo que debamos estar orgullosos? Deberíamos ocupar el lugar más bajo sin necesidad de que se nos diga que lo hagamos. Si fuéramos sensatos y honestos seríamos muy poca cosa en nuestra propia opinión. Especialmente delante del Señor, en oración, deberíamos reducirnos a nada. Allí no podemos hablar de mérito, pues no tenemos ninguno: nuestra sola y única apelación ha de ser a la misericordia: “Dios, sé propicio a mí, pecador.”

Aquí tenemos una palabra de ánimo procedente del trono. Seremos enaltecidos por el Señor si nos humillamos. Para nosotros la forma de subir es ir cuesta abajo. Cuando somos despojados del yo, entonces somos vestidos de humildad, y esta es la mejor ropa. El Señor nos enaltecerá con paz y felicidad de mente; Él nos enaltecerá al conocimiento de Su Palabra y a la comunión con Él; Él nos enaltecerá en el gozo del perdón garantizado y la justificación. El Señor otorga Sus honores a quienes pueden llevarlos para honra del Dador.

Él da utilidad, aceptación e influencia a aquellos que no son inflados por estas cosas, sino que más bien son humillados por un sentido de mayor responsabilidad. Ni Dios ni el hombre se interesarán por ensalzar a un hombre que se ensalce a sí mismo; pero tanto Dios como los hombres buenos se unen en honrar una condición modesta.

Oh, Señor, húndeme en el yo, para que pueda ser levantado en Ti.


Chequera del Banco de la Fe

C.H. Spurgeon

jueves, 5 de noviembre de 2009

Las riquezas usualmente no son una bendición



Tomado del blog varonilmente

Participantes de sus aflicciones

“Sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo…” 1 P 4:13

Si vas a ser utilizado por Dios, Él te hará pasar por múltiples experiencias. Éstas tienen el propósito de que seas útil en sus manos y que entiendas lo que les ocurre a otras almas, de tal manera que nunca te sorprendas de lo que pueda cruzarse en tu camino. Tú dices: “¡pero, yo no puedo tratar con esa persona!” ¿Por qué no? Dios te ha dado bastantes oportunidades para aprender de Él al respecto, pero te alejaste sin prestarle atención a la lección, porque te pareció estúpido gastar el tiempo de esa manera.

Las aflicciones de Cristo no fueron las que comúnmente tú y yo padecemos. Él sufrió según la voluntad de Dios (1 P 4:19), y no desde la perspectiva en que nosotros sufrimos como individuos. Sólo a través de la relación con Jesucristo comprendemos lo que Dios está buscando en su trato con nosotros. Es parte de nuestra cultura cristiana querer saber de antemano cuales son los propósitos divinos cuando se trata de las aflicciones. La historia de la Iglesia cristiana registra que tendemos a evadir el ser identificados con los padecimientos de Jesucristo. La gente ha tratado de obedecer las órdenes de Dios mediante sus propios atajos. El camino de Él siempre es el del sufrimiento, el sendero del “recorrido largo a casa”.

¿Participamos de las aflicciones de Cristo? ¿Estamos dispuestos a que Dios destruya y transforme sobrenaturalmente nuestras decisiones personales? Esto no implica que vayamos a saber exactamente la razón por la que Dios nos está llevando por ese camino, pues nos volveríamos pedantes espirituales. Momentáneamente no comprendemos a través de que situación Él desea llevarnos. Pasamos más o menos sin entenderlo, hasta que, de repente, llegamos a un lugar luminoso y decimos: “¡Dios me ha fortalecido y ni siquiera lo sabía!”

Oswald Chambers

miércoles, 4 de noviembre de 2009

LA SUPREMACÍA DE DIOS (2da. Parte)

La supremacía absoluta y universal de Dios está positivamente declarada en muchos lugares de la Escritura que no admite duda. “Tuya es, oh Jehová, la magnificencia, y el poder, y la gloria, la victoria, y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y la altura sobre todos los que están por cabeza... Y Tú señorearás a todos” (1Cr. 19:11,12).

Nótese que dice “señorearás” ahora, no “señorearás en el Futuro”. “Jehová Dios de nuestros padres, ¿no eres Tú Dios en los cielos, y te enseñorearás en todos los reinos de las Gentes? ¿No está en tu mano toda fuerza y poder, que no hay quien (ni siquiera el diablo) te resista?” (2Cr. 20:6).

Pero él es Único; ¿quién le hará desistir? Lo que su alma desea, El lo hace”. El Dios de la Escritura no es un monarca falso, ni un simple soberano imaginario, sino Rey de reyes y Señor de señores. “Yo conozco que todo lo puedes y que no hay pensamiento que se esconda de ti” (Job 42:2), o como alguien ha traducido, “ningún propósito tuyo puede ser frustrado”. El hace todo lo que ha designado. Cumple todo lo que ha decretado. “Nuestro Dios está en los cielos: Todo lo que quiso ha hecho” (Sal. 115:3); y, ¿por qué? Porque “no hay sabiduría, ni inteligencia, ni consejo contra Jehová” (Prov. 21:30).

La supremacía de Dios sobre las obras de sus manos está descrita de manera vívida en la Escritura. La materia inanimada y las criaturas irracionales cumplen los mandatos de su Creador. A su mandato el mar Rojo se dividió, y sus aguas se levantaron como muros (Ex. 14); la tierra abrió su boca y los rebeldes descendieron vivos al abismo (Nm. 16). Cuando El lo ordenó, el sol se detuvo (Jos. 10); y en otra ocasión volvió diez grados atrás en el reloj de Acaz (Is. 38:8).

Para manifestar su supremacía, hizo que los cuervos llevaran comida a Elías (1R. 17), que el hierro nadara sobre el agua (2R. 6), cerró la boca de los leones cuando Daniel fue arrojado al foso, e hizo que el fuego no quemara cuando los tres jóvenes hebreos fueron echados a las llamas. Así que, “todo lo que quiso Jehová, ha hecho en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos” (Sal. 135:6).

La Supremacía de Dios se demuestra también en su gobierno perfecto sobre la voluntad de los hombres. Estudiemos cuidadosamente Éxodo 34:24. Tres veces al año, todos los varones de Israel debían dejar sus hogares e ir a Jerusalén, vivían rodeados de pueblos hostiles que les odiaban por haberse apropiado de sus tierras. Siendo así, ¿qué impedía que los cananitas, aprovechando la ausencia de los hombres, mataran a las mujeres y los niños, y tomaran opresión de sus posesiones?

Si la mano del todopoderoso no estuviera incluso sobre la voluntad de los impíos, ¿cómo podía prometer que nadie ni siquiera “desearía” sus tierras? “Como los repartimientos de las aguas, así está el corazón del rey en la mano de Jehová: a todo lo que quiere lo inclina” (Pr. 21:1). Habrá sin embargo quien ponga en duda una y otra vez esto, leemos en la Escritura, cómo aquellos hombres desafiaron a Dios, resistieron su voluntad, quebrantaron sus mandamientos, desestimaron sus amonestaciones, e hicieron oídos sordos a sus exhortaciones.

Sí, es cierto; pero, ¿anula esto lo que hemos dicho anteriormente? Si es así, entonces la Biblia se contradice manifiestamente a sí misma. Pero esto no puede ser. El que hace esta objeción se refiere únicamente a la impiedad del hombre contra la palabra externa de Dios, mientras que lo que hemos mencionado es lo que Dios se ha propuesto en sí mismo. La norma de conducta que El nos ha dado no es cumplida perfectamente por ninguno de nosotros; sin embargo, sus propios “consejos” eternos son cumplidos hasta el más minucioso de los detalles.

La Supremacía absoluta y universal de Dios se afirma con igual claridad y certeza en el Nuevo Testamento. Ahí se nos dice que Dios “hace todas las cosas según el consejo de su voluntad” (Efe. 1:11), “hace” en griego, significa “hacer efectivo”. Por esta razón, leemos: “Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amen”. (Ro. 11:36). Los hombres pueden jactarse de ser agentes libres, con voluntad propia, y de que son libres de hacer lo que les plazca, pero a aquellos que, jactándose, dicen: “Iremos a tal ciudad, y estaremos allá un año, y compraremos mercadería y ganaremos...”, la Escritura advierte: “En lugar de los cual deberías decir: Si el Señor quisiere” (Stg. 4:13,15).

He aquí, pues, lugar de descanso para el corazón. Nuestras vidas no son el producto de un destino ciego, ni el resultado de la suerte caprichosa, sino que cada detalle de las mismas fue ordenado por el Dios viviente y soberano. Ni un solo cabello de nuestras cabezas puede ser tocado sin su permiso. “El corazón del hombre piensa su camino: mas Jehová endereza sus pasos” (Pr. 16:9). ¡Qué certeza, poder y consuelo debería de proporcionar esto al verdadero cristiano! “En tu mano están mis tiempos” (Sal. 31:15). Así, permítanme decir: “Calla delante de Jehová, y espera en él” (Sal. 37:7).

Arthur Pink

martes, 3 de noviembre de 2009

LA SUPREMACÍA DE DIOS (1ra. Parte)

Pensabas que de cierto sería yo como tú (Sal. 50:21)

En una de sus cartas a Erasmo, Lutero decía: “Vuestro concepto de Dios es demasiado humano”. El renombrado erudito probablemente se ofendió por tal reproche que procedía del hijo de un minero; sin embargo, lo tenía perfectamente merecido.

Nosotros, también, aunque no tengamos lugar entre los líderes religiosos de esta era degenerada, presentamos la misma denuncia contra la mayoría de los predicadores de nuestros días y contra quienes, en lugar de escudriñar las Escrituras por sí mismos, aceptan perezosamente las enseñanzas de sus denominaciones.

En la actualidad, y casi en todas partes, se sostienen los más deshonrosos y degradantes conceptos acerca de la autoridad y el Reino del Todopoderoso. Para incontables millares, incluso entre los que profesan ser cristianos, el Dios de las Escrituras es completamente desconocido.

En la antigüedad, Dios se quejó a un Israel apóstata: “Pensabas que de cierto sería yo como tú” (Sal. 50:21). Tal ha de ser ahora su acusación contra una cristiandad apóstata. Los hombres imaginan que al Altísimo le mueven, no los principios, sino los sentimientos. Suponen que su Omnipotencia es una invención vacía y que Satanás puede desbaratar Sus designios a su antojo. Creen que si en realidad El se ha forjado un plan o propósito, ha de ser como los suyos, constantemente sujetos a cambios. Declaran abiertamente que sea el que fuere el poder que posee, ha de ser restringido, no sea que invada el territorio del “libre albedrío” del hombre y lo reduzca a una “maquina”.

Rebajan la eficaz expiación, la cual redimió a todos aquellos por los cuales fue hecha, hasta hacer de ella una simple “medicina” que las almas enfermas por el pecado pueden usar si se sienten dispuestas a ello; y desvirtúan la obra invencible del Espíritu Santo, convirtiéndola en una “oferta” del Evangelio que los pecadores pueden aceptar o rechazar a su agrado.

El “dios” del presente siglo veinte no se parece más al Soberano Supremo de la Sagrada Escritura de lo que la confusa y vacilante llama de una vela se parece a la gloria del sol de mediodía. El “dios” del cual suele hablarse desde el púlpito, el que se menciona en gran parte de la literatura religiosa actual, el que se predica en la mayoría de las llamadas conferencias Bíblicas, es una invención de la imaginación humana, una ficción del sentimentalismo sensiblero.

Los idólatras que se encuentran fuera de la cristiandad se hacen “dioses” de madera o de piedra, mientras que los millones de idólatras que se hallan dentro de la cristiandad se elaboran “dioses” producto de sus propias mentes. En realidad, no son otra cosa que ateos, ya que no hay otra alternativa posible sino creer en un Dios absolutamente supremo o no creer en Dios. Un “dios” cuya voluntad puede ser resistida, cuyos designios pueden ser frustrados, y cuyos propósitos pueden ser derrotados, no posee derecho alguno a la deidad, y lejos de ser objeto digno de adoración, merece solamente desprecio.

La distancia infinita que existe entre las más poderosas criaturas y el Creador Todopoderoso es prueba de la supremacía del Dios viviente y verdadero. El es el Alfarero, ellas no son más que barro en sus manos, que pueden ser transformadas en vasos de honra, o desmenuzadas (Sal. 2:9) a su gusto.

Como alguien decía, si todos los ciudadanos del cielo y todos los habitantes de la tierra se unieran en rebelión contra El, no le ocasionarían inquietud alguna, y ello tendría menos efecto sobre su trono eterno e invencible del que tiene sobre la elevada roca de Gibraltar la espuma de las olas del Mediterráneo. Tan pueril e impotente para afectar al Altísimo es la criatura, que la Escritura misma nos dice que cuando los príncipes gentiles se unan con Israel apóstata para desafiar a Jehová y su Cristo, “él que mora en los cielos se reirá” (Sal. 2:4)

Arthur Pink